jueves, 27 de junio de 2019

Fragmento de Crónica del Alba, por D. Ramón J. Sénder


No se le ocurrió a mi padre preguntarme si yo sabía montar o no. Nadie aprende a montar en mi tierra. Se supone que cuando hay un caballo y una distancia larga, el menos experto se convierte en un jinete. Yo me sentía del todo seguro en mi montura. Cuando el caballo trotaba, el mismo movimiento del animal me obligaba a levantarme un poco de la silla y volver a sentarme cada dos pasos. Aquello era «montar a la inglesa», según decían los chicos. La cosa no podía ser más fácil. El galope era más cómodo que el trote. Ni yo me extrañé de mi habilidad, ni se extrañó mi padre. Por el camino, mi padre fue hablándome de don Hermógenes, a quien yo había visto sólo una vez y por quien sentía amistad y simpatía. Era un hombre alto y ancho, todo huesos y sonreía fácilmente. La cara de don Hermógenes era juanetuda y tostada. Las córneas blancas de sus ojos se confundían a veces con las pupilas grises, según como venía la luz. Y aquel hombre tenía la inocencia y el candor de un niño. En un hombre tan grande y de apariencia tan masculina, aquel candor chocaba un poco. Mi padre lo tomaba a broma. Quería burlarse de él, pero como don Hermógenes se burlaba de sí mismo, con frecuencia las bromas de mi padre se quedaban cortas como flechas con viento contrario. A mí me gustaba don Hermógenes, y veía algo importante y noble a través de su ruidosa inocencia. La única vez que hablé con él me trató de igual a igual a pesar de mi corta edad. Y eso nunca lo olvida un niño. Tenía, aquel hombre tan grande, una voz engolada y alta.